Corazón tan grande… CC por Delphine Devos

Enfermó, no sabemos bien de qué puesto que nadie quiso hacerle la autopsia en la falaz seguridad de que el fumeteo era lo que acabó con ella. Pero se equivocaron todos, no fue un resfriado ni fue cáncer… fue un mal de los muchos acabaron matándola, y ella se dejó.

Yo la conocía bien, quizá mejor que nadie, nuestra relación databa desde hacía 18 años. Pero fueron esos años los más importantes, los del cambio de niña a adulta, ya cumplidos los treinta, cuando una es más consciente de la fragilidad y lo efímero de la vida.

Yo si sé de qué murió, fue una emboscada que le había tendido la vida. Su corazón lento y grande no podía con todo el pesar del mundo. Se fue rompiendo en mil pedazos según avanzaban sus días. Un poquito cada día, hasta encontrar que no había manera de que su corazón latiera con tanto desperfecto.

Yo la quería y la quiero, porque nadie se nos va del alma del todo. Dejó su huella y seguirá en el corazón de muchos, o de nadie. Algunos tienen la suerte de olvidar pronto por pura supervivencia, lo que es muy comprensible. Pero yo no olvidaré las risas, las confidencias en voz baja o voz alta, porque, a veces, poco le importaba quién escuchara, vivía en su mundo y yo tenía permiso de entrada. Compartimos la vida y la muerte, roturas y desperfectos pero siempre estábamos a salvo juntas.

Cuando llegué a su funeral, que más bien fue un rápido adiós después de la incineración, creí escuchar su voz siempre divertida: “Nos vemos en un ratito, disculpa que no te acompañe en este sarao pero es la jodienda de ser incinerado a lo barato”. Me sonreí sin poder evitarlo y me fui. La dejé irse en paz y, creo, con una ligera risita porque sabía qué hubiera dicho si estuviese a mi lado: “Luego vas tú, ¡no te creas!”